Intervención del Arzobispo Paglia
Por: Arzobispo Vincenzo Paglia
Arzobispo Vincenzo Paglia: Redescubrir la figura del médico de familia confirma el derecho a la asistencia sanitaria
Publicamos la intervención del Arzobispo Vincenzo Paglia, Presidente de la Pontificia Academia para la Vida, en el vídeo dirigido a los participantes en la conferencia internacional “¡Gracias, doctor!”, celebrada en Roma el 24 de mayo.
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Queridos amigos médicos, ¡bienvenidos a Roma!
Me hubiera gustado saludarles en persona y estrecharles la mano para agradecerles el gran servicio que prestan a los enfermos en distintas partes del mundo, pero un compromiso urgente imprevisto me aleja hoy de Roma. Así pues, transmito directamente en este vídeo las reflexiones que me hubiera gustado compartir con ustedes, a la espera de poder encontrarles mañana con ocasión de la audiencia con el Papa.
Pero antes permítanme agradecer al Dr. Tallaj, al Dr. Paredes y a toda la red SOMOS la intuición que han tenido de relanzar la figura central del médico de familia proponiendo esta Declaración. Confieso que, en cuanto la leí, no tuve la menor duda de cuan necesario era suscribirla, como Presidente de la Pontificia Academia para la Vida, y de colaborar en su difusión.
Quisiera centrar hoy mi reflexión precisamente en dos pasajes de esta Declaración que me parecen especialmente importantes.
I. Así leo en la Declaración: 1. Estamos convencidos de que el redescubrimiento y necesario reconocimiento del papel del médico de familia y de su relación con el paciente puede convertirse en un factor decisivo de humanización de nuestras sociedades.
El primer paso se refiere a la toma de conciencia de la necesidad de humanizar nuestras sociedades contemporáneas y al papel que el médico de familia puede desempeñar en este proceso de humanización. Cuando hablamos de humanización, nos referimos a lo que es necesario y adecuado a la forma de ser, a las necesidades, a la dignidad del ser humano; todo ello, de forma muy concreta, significa en primer lugar garantizar el derecho a la asistencia, es decir, a los medios necesarios para la prevención, el diagnóstico, la terapia en la situación específica del paciente individual. La humanización de nuestras sociedades, desde el punto de vista de la medicina, significa también garantizar el acceso a los cuidados paliativos y al acompañamiento de las personas mayores, o de los enfermos graves, o en fase terminal de su existencia.
Es cierto que garantizar este derecho a la asistencia parece cada vez más difícil hoy en día, debido al aumento del gasto sanitario como consecuencia de los cambios demográficos y epidemiológicos, la difusión del culto al ‘salutismo’ y la revolución tecnológica. Por otra parte, también es cierto que si bien hoy vivimos más y mejor, no podemos ignorar la gran vulnerabilidad que sigue acompañando al género humano, a veces en formas desconocidas en épocas pasadas, como hemos experimentado todos con la reciente pandemia. Por tanto, por un lado, estamos llamados a interrogarnos sobre la manera de integrar la virtud de la justicia en las opciones económicas o de salud pública. En este escenario, por ejemplo, podemos considerar crucial la relación médico-paciente en su papel de limitar los daños del despilfarro de medicamentos y servicios mediante la educación sanitaria del paciente: es ante todo el médico de confianza quien puede ayudar al paciente a tomar aquellas decisiones de estilo de vida y de gestión de la salud que sean lo más preventivas posible con respecto a las enfermedades y que le lleven a asumir los consiguientes deberes para con su propia salud y la de los demás. Por otra parte, es necesaria una reflexión ética y cultural muy profunda, incluso dentro de la medicina, en relación con esa fragilidad ineluctable de la condición humana, que se agrava aún más en situaciones de enfermedad o de edad avanzada, y que se convierte en ocasión de discriminación según una cultura del descarte cada vez más extendida en nuestras sociedades.
¿Y si esta fragilidad que no elegimos, contra la que a veces luchamos tenazmente, fuera un don?
En el contexto de nuestras comunidades, la figura del médico de familia puede desempeñar un papel crucial a la hora de redefinir el significado -podríamos decir: el estatus- de la fragilidad humana. La fragilidad se convierte en un don cuando, a través de la dependencia que provoca, nos abre a la posible belleza de las relaciones. Al nacer, todos estábamos desnudos, llorando y a merced del mundo. Entonces, una relación nos salvó y nos permitió crecer, fortalecernos, crear cosas nuevas y bellas. Sin embargo, nos damos cuenta de que esta dependencia radical puede olvidarse, ocultarse, pero nunca ser sobrepasada. Una vez más, serán las relaciones las que nos saquen de la no autosuficiencia, las que nos salven. Hablar de dependencia, sin embargo, es describir la realidad de manera parcial, es decir, asumiendo la unidireccionalidad de la fragilidad. Una descripción más completa requiere, en cambio, hablar de interdependencia; ésta revela la reciprocidad tanto de la necesidad como del don, que se realiza a través de la relación. Sólo describiendo la condición humana en términos de interdependencia -y no sólo de dependencia- es posible apreciar la fragilidad como un don. Al mismo tiempo, la interdependencia también vuelve a cobrar significado, convirtiéndose en solidaridad, fraternidad.
Por lo tanto, es necesario ampliar horizontes. Es necesario liberar el cuidado de la esfera privada y/o doméstica o de la esfera técnico-sanitaria; es indispensable devolverle su sentido social y convertirlo en una práctica generalizada, capaz de incidir en el equilibrio global de la sociedad. Es la memoria de la condición común de fragilidad la que constituye la verdadera base del vínculo social; y es el vínculo social el que transforma la fragilidad de necesidad en don.
¿Podemos redescubrir lazos de solidaridad entre nosotros, que impliquen incluso a personas aparentemente lejanas o diferentes? ¿Podemos implicarnos en un proyecto de sociedad que incluya a los ancianos, los pobres, los enfermos, los discapacitados, pero también a los extranjeros, los presos, … que nos recuerdan a todos nuestra fragilidad común y la urgencia de cuidarnos unos a otros? Por otra parte, hemos aprendido de la pandemia de forma muy concreta que sólo podremos sobrevivir en este mundo en el horizonte de un nuevo pacto social entre los pueblos. Algo que la política -cada vez más opositora- se esfuerza por comprender. Es la idea que el Papa Francisco ha pronunciado repetidamente: un nuevo futuro sólo es posible si avanzamos hacia la unidad de la familia humana que habita responsablemente el planeta como “Casa Común” de todos.
Cuidar significa una forma premurosa de vivir la relación con los demás, una forma consciente de la fragilidad y la dignidad de los demás. Es una forma de relacionarse que difiere de la dominación y del contrato. Es el sentido de realizar un gesto de superación de la lógica utilitarista. ¿Estamos dispuestos a despedirnos del individualismo y de la indiferencia, del delirio de omnipotencia para reabrir el horizonte de una civilización de la compasión?
¿Cómo reaccionar ante la constatación de nuestra fragilidad constitutiva, de nuestra vulnerabilidad común? ¿Debemos persistir en la negación, negando este lado oscuro y concentrándonos aún más en aumentar nuestro poder, nuestro dominio sobre la vida y la realidad? ¿O se trata de, abriendo los ojos y el corazón, tomar otro camino? Apartar la fragilidad de la vista y abandonarla a los márgenes no es una solución. El abandono y el debilitamiento de los vínculos, empezando por los familiares, son las señas de identidad del modelo social que hemos construido en las últimas décadas, un modelo promovido por una cultura hiperindividualista e hipercapitalista. Un modelo cultural y social cada vez más alejado de la philia aristotélica que ha inspirado y configurado nuestra civilización occidental durante muchos siglos, e incluso antes de que el cristianismo alimentara con misericordia y compasión nuestra relación con cada hombre, nuestro hermano. Un modelo cultural y social que da lugar a un mundo acelerado en el que estamos acostumbrados a seguir protocolos y procedimientos y ya no sabemos lo que son la sabiduría y la prudencia; en el que el deseo se reduce al consumo; en el que luchamos por transformar los acontecimientos en experiencia. Hacemos muchas cosas, la mayoría de las veces de forma distanciada y superficial, sin estar verdaderamente presentes, cerca unos de otros. La realidad es que nos estamos volviendo incapaces de ver siquiera el desamparo, la fragilidad, el fracaso, la enfermedad, la muerte que nos rodean, de dejarnos tocar por ellos, de dejar que nos conmuevan. El Papa Francisco advierte sabiamente: «Dios nos exhorta a afrontar la gran enfermedad de nuestro tiempo: la indiferencia. Es un virus que paraliza, que vuelve inertes e insensibles, una enfermedad que ataca el centro mismo de la religiosidad, provocando un nuevo y triste paganismo: el paganismo de la indiferencia» (Asís, 20 de septiembre de 2016). De nuevo: «El mal es contagioso […] La ola del mal se propaga siempre así: comienza tomando distancia, mirando sin hacer nada, sin dar importancia, y luego se piensa sólo en los propios intereses y se acostumbra a mirar hacia otro lado. Y esto es un riesgo también para nuestra fe, que se marchita si se queda en una teoría, si no se hace práctica, si no hay compromiso, si no se da en primera persona» (Homilía en la Solemnidad de Cristo Rey, 20 de noviembre de 2022).
Ante las contradicciones de nuestro tiempo, sólo nos queda un correctivo: contrarrestar la cultura del descarte con la del cuidado, iniciar una política del cuidado y abandonar la del descarte. Un cuidado que se extienda a toda la vida, tanto en su dimensión temporal como en la del sentido, del significado de la existencia. Un cuidado que, por tanto, va más allá, y en cierto sentido precede, a la dimensión de la salud o del sector sanitario. Los cuidados conciernen siempre tanto al nivel de las relaciones interpersonales como al de su estructuración a nivel social.
El propio cuidado que sustenta toda vida social, restringida o extendida, es por tanto un valor que cada uno de nosotros está llamado a cultivar hasta convertirlo en una disposición virtuosa, en una acción excelente. Estas palabras son probablemente superfluas en esta sala, ya que para los profesionales de la salud aquí presentes, “cuidar” no es sólo una dinámica humana corriente, sino el origen de una vocación profesional y el modelo de un estilo de vida.
II. El segundo pasaje de su Declaración en el que me gustaría centrarme se refiere a la dimensión social de la asistencia, es decir, a la prioridad concedida a la relación médico-paciente, un núcleo ético muy fuertemente sentido y representado por ustedes, pero desgraciadamente a menudo ignorado en el resto de la medicina.
El texto dice así:
2. La relación médico-paciente constituye asimismo la base de un sistema sanitario que adopta la prevención y una visión holística de la salud como prioridad.
La medicina tiene una dimensión social intrínseca, en virtud de la relación médico-paciente en la que se basa la actividad clínica. Ahora bien, que esta relación se ha tecnificado, burocratizado en detrimento del valor ético y de la densidad humana de la acción clínica, es probablemente cierto, pero esto debe leerse como una limitación y no como una necesidad de la medicina contemporánea. Su Declaración hace que pongamos de nuevo atención a un elemento fundamental para el ser humano: la relación con el otro. Y ustedes contemplan esta relación no en un sentido meramente pragmático-utilitario (es decir, instrumental para la consecución de objetivos y regulado por procedimientos), sino en un sentido ético, es decir, como lugar privilegiado e inalienable de la realización de las personas, de todas las personas que son actores en una relación determinada. Es en la relación con el paciente, éticamente vivida, donde se realiza la profesionalidad de un profesional de la sanidad. Es en la relación con el profesional sanitario, éticamente vivida, donde la dignidad del paciente encuentra un momento importante de su reconocimiento. Es en la relación con la familia que el profesional de la sanidad comienza a tejer la red de solidaridad social. Es en la comunidad médica donde ejercita aquellas virtudes relacionales que no pueden dejar de encontrar expresión en las demás esferas de su vida humana y social.
Es en virtud de la apreciación de la dimensión social de los cuidados que ustedes médicos de familia pueden apoyar, cuando sea posible, el entorno domiciliario, en contraste con la lógica de la hospitalización. Como sabemos, la hospitalización es una consecuencia del intento de hacer eficaz una medicina tecnológica y costosa (reuniendo a todos los pacientes en el lugar de equipos médicos y cuidados cada vez más articulados y complejos). Sin embargo, la hospitalización es muy a menudo una fuente de incomodidad para el paciente y su familia, además de la que ya impone la enfermedad, sobre todo si es grave o incapacitante. Ustedes, médicos de familia, desarrollan modelos de asistencia a domicilio que permiten no desarraigar al paciente de su entorno. En muchas realidades, estos modelos se complementan con la participación activa de la comunidad local a título voluntario, alimentando el cemento social que hace posible el acompañamiento de los enfermos más graves.
En realidad, el empobrecimiento de la dimensión social no es una peculiaridad de la medicina, sino de la cultura contemporánea y se manifiesta en muchos otros contextos humanos. Todas las comunidades humanas -la familia, la empresa, la universidad y la educación en general, el vecindario, etc. – se declinan hoy en un sentido técnico y contractualista, donde la jerga más frecuente es la del derecho y la privacidad (que va mucho más allá del legítimo respeto y protección de la intimidad de la persona, de la familia). Privacidad significa hoy individualismo y autorreferencialidad, una impenetrabilidad e incomunicabilidad absolutas que a menudo se traducen en aislamiento y abandono. En nombre de la protección de la intimidad, el médico no interfiere en las decisiones del paciente. Lo que ocurre en realidad es que el paciente se queda solo, sin ese apoyo, ese sabio consejo, ese punto de referencia que todo profesional de la salud debe saber ser para su paciente, como lo son los padres para sus hijos, los hermanos entre sí, y también los amigos, los vecinos y todas las comunidades humanas. Esto no significa devolver la relación médico-paciente al paternalismo tan contestado en las últimas décadas, pero sí reafirmar que existe una responsabilidad social, que es ante todo un deber de cuidado mutuo. Estamos llamados a cuidarnos unos a otros. El otro no es un obstáculo ni una herramienta. El otro, sea quien sea, no es sólo un medio, sino también un fin para cada uno de nosotros. Está claro que lo que está en juego aquí es la visión más profunda del ser humano, de la sociedad en su conjunto, y sólo secundariamente de la medicina como lugar de la acción humana.
La dimensión social de la medicina nos lleva, casi como corolario, a las cuestiones de justicia y desigualdades, siendo la reciente pandemia un caso de prueba y, esperamos, también un momento de reflexión y aprendizaje. La pandemia de Covid-19 demostró que, en todos los países, el bien común de la salud pública debe equilibrarse con los intereses económicos. Durante las primeras fases de la pandemia, muchos países se centraron en salvar el mayor número de vidas posible. Los hospitales y, sobre todo, los servicios de cuidados intensivos eran insuficientes y sólo se reforzaron tras enormes esfuerzos. Apreciablemente, los servicios asistenciales sobrevivieron gracias a los impresionantes sacrificios de médicos, enfermeras y otros profesionales sanitarios, más que a las inversiones tecnológicas. Sin embargo, la atención prestada a la asistencia hospitalaria desvió la atención de otras instituciones asistenciales. Las residencias de ancianos, por ejemplo, se vieron duramente afectadas por la pandemia, y los equipos de protección personal y las pruebas sólo estuvieron disponibles en cantidades suficientes en una fase tardía. Los debates éticos sobre la asignación de recursos se basaron principalmente en consideraciones utilitaristas, sin prestar atención a los más vulnerables y expuestos a mayores riesgos. En la mayoría de los países se ha ignorado el papel de los médicos de familia, cuando para muchos son el primer punto de contacto con el sistema asistencial. El resultado ha sido un aumento de las muertes y discapacidades provocadas por causas distintas de Covid-19. La vulnerabilidad común también exige cooperación y coordinación internacionales, a sabiendas de que no es posible hacer frente a una pandemia sin una infraestructura sanitaria adecuada y accesible para todos a escala mundial.
La Iglesia siempre ha prestado atención a los aspectos de justicia y derechos humanos, incluso de fraternidad común, como escribe el apóstol Pablo: «Por lo tanto, ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal. 3, 28). Es un Evangelio que suena como la buena nueva para este tiempo. Y enlaza estrechamente con las palabras evangélicas de Mateo: «porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron;… cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25, 35.40). La fraternidad indicada por el Evangelio puede multiplicarse por muchos otros pasajes y mensajes directos de Jesús. Pero ya es hora de que demos un paso adelante: estamos interconectados; el mundo está interconectado y cuanto antes lo comprendamos, antes seremos una verdadera comunidad global unida bajo el signo de la fraternidad. Las barreras no existen; las ponemos nosotros y están destinadas a resultar tristemente ineficaces e incluso insensatas ante las emergencias mundiales.
Esta herencia evangélica puede traducirse en el llamado principio de subsidiariedad, que a su vez se basa en el principio de solidaridad social y en la visión personalista de la economía y la sociedad. Este principio se convierte en el criterio moral ante el problema del derecho de los pacientes -y el correspondiente deber de la sociedad- a la protección de la salud, incluso cuando la necesidad surge de estilos de vida de riesgo elegidos voluntariamente. Es precisamente el principio de subsidiariedad el que debe encontrar cabida en cualquier elaboración teórica y aplicación práctica verdaderamente justas y acordes con los derechos humanos. El Papa Francisco, en su Carta Humana Communitas del 11 de febrero de 2019, dirigida al Presidente de la Pontificia Academia para la Vida, escribió: «Los numerosos y extraordinarios recursos puestos a disposición de la criatura humana por la investigación científica y tecnológica corren el riesgo de oscurecer la alegría que procede del compartir fraterno y de la belleza de las iniciativas comunes, que les dan realmente su auténtico significado. Debemos reconocer que la fraternidad sigue siendo la promesa incumplida de la modernidad. El aliento universal de la fraternidad que crece en la confianza recíproca parece muy debilitado —dentro de la ciudadanía moderna, como entre pueblos y naciones—. La fuerza de la fraternidad, que la adoración a Dios en espíritu y verdad genera entre los humanos, es la nueva frontera del cristianismo». Es una indicación muy preciosa en este tiempo de globalización redescubrir que todos formamos parte de una fraternidad universal y solidaria. La solidaridad es una constante del mensaje evangélico, ensombrecida por el individualismo exagerado y desenfrenado de nuestro tiempo.
Conclusión
Es necesario que todos nos tomemos en serio el desafío humano y social que nos plantea hoy a todos la fragilidad de la vejez, la enfermedad grave o terminal; en este escenario, corresponde a la medicina aplicar sus esfuerzos -con toda la inteligencia de la mente y con toda la compasión del corazón- para encontrar respuestas dignas para una humanidad profundamente necesitada.
Creo firmemente que los médicos de familia pueden transfigurar los sistemas sanitarios modernos y la sociedad en su conjunto. Una perspectiva, por otra parte, en línea con lo que indica el Papa Francisco en su Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual: «A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis» (EG, 99).
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